"La utopía es el horizonte
para guiar los sueños de la solidaridad"
(Libro de las revelaciones posmodernas)
Nada
parecía augurar que en cuestión de meses, la situación del discurso
político en Venezuela se viera sometido a la tensión del choque de
aspiraciones civilizatorias tan contradictorias como las que estamos
viviendo en estos días. Con una velocidad que deja atónitos a propios y
extraños, el primer gobierno de la era post-Chávez acomete con un empeño
digno de más nobles empresas, al desmantelamiento ambiental y cultural
de un espacio nada despreciable del 12% del territorio nacional sin que
sea posible apelar a las formas de decisión contempladas en la
Constitución de 1999: el referendo consultivo cuando se trata de asuntos
transcendentales para la nación.
¿Se
trata de una traición a los ideales políticos de Chávez? ¿Se está
construyendo finalmente un asalto que luce casi definitivo a lo que ha
sido uno de los espacios físicos más elusivos del planeta tierra: La
amazonía? O, ¿Se trata acaso del último salvavidas para una sociedad que
no ha salido de su borrachera rentística y ahora hinca sus dientes
hambrientos y feroces sobre El Dorado? ¿Será la inevitable inserción en
un mundo globalizado que impone sobre cualquier ideología y proyecto
histórico, las limitaciones y ambiciones del proyecto Occidente? ¿Se
trata de un amargo "eterno retorno"?
Se
trata de todo esto, pero hay razones mucho más profundas que las
simples acciones de gobierno entendidas como la "disposición de las
cosas de acuerdo con su naturaleza". Se trata de lo inevitable de un
modelo de civilización global. Puestas así las cosas, entonces debemos
enfilar nuestras críticas y miradas a espacios menos definidos por la
racionalidad política del éxito o del fracaso. Intentemos, a
contramarcha de la urgencia, pensar sobre si es posible que el ejercicio
político contemporáneo pudiera arrojar un resultado distinto a este que
nos deja a las puertas de un desierto en lo ambiental, en lo moral, en
lo ético y lo político.
La
devastación ambiental está aún por verse pero no hay razones para
pensar que sea distinto a lo que hemos visto en el resto del mundo. Se
argumenta que se trata de poner orden en un espacio territorial que ha
sido elusivo a la gestión del estado venezolano. Un dato nos basta para
ilustrar lo profundo e intrincado que es el espacio que rodea lo que se
denomina el arco minero. Fue apenas a mediados del siglo pasado que se
pudo llegar al nacimiento del río Orinoco. El estado venezolano tiene
años tratando de ordenar la explotación artesanal de minerales en la
región de Guayana. Aparentemente, sin éxito. Pero también sin muchas
noticias que nos permitan al resto de los venezolanos apropiarnos de ese
espacio como propio. Ahora, el arco minero luce como un salvavidas que
nos pone en la extraña posición de enajenarnos y obviar que allí hay
además de esos recursos materiales inmediatos, una biodiversidad
desconocida, culturas que han residido allí mucho antes que América
fuera América. Hay entonces razones para suponer que se impone sobre
nosotros una razón instrumental depredadora que no nos impide seguir
explotando a la humanidad en nombre del progreso.
La
explotación de la humanidad adquiere así un rango civilizatorio. Se
explota la humanidad como concepto regulador que impone la humanidad
como una forma de vida que es mejor a otras formas de vidas o culturas
que serán inevitablemente desplazadas de su entorno vital. En nombre de
la humanidad, conquistamos y devastamos sus culturas. Se dirá que son
retrasadas y que la nación no puede sucumbir al chantaje de los pueblos
originarios. ¿Será esto un acto revolucionario? La pregunta no es
retórica, es en esencia una pregunta estructural porque parece que como
le corresponde a todo acto humano, la revolución también tiene límites
y, en este caso, lo hemos alcanzado por el lugar más inesperado para
algunos, pero no por ello menos inevitable. De esa dimensión es el arco
minero. Pero, debemos recordar que la naturaleza histórica, política y
económica del proceso que experimenta la sociedad venezolana es
esencialmente la continuación de un proyecto civilizatorio moderno en su
estructura y posmoderno en sus manifestaciones. No podía ser de otro
modo en un mundo que cada vez más va revelando que su centro está en
ninguna parte y su circunferencia cada vez se hace más reducida. La
periferia del proyecto civilizatorio está en el centro de la idea misma
de ese proyecto civilizatorio.
Venezuela
es, a despecho de quienes siguen viendo a esta sociedad como un espacio
de bárbaros insolentes, un curioso heraldo del agotamiento de la
modernidad y la insuficiencia de la posmodernidad para conducir a un
mundo más justo para los más desposeídos. Habiendo avanzado en la
inclusión civilizatoria para tantos a quienes se les adeudaba la
presencia del estado, ahora se impone la presencia del estado como
elemento destructor de culturas milenarias pero débiles, accesorias,
casi que de museo y entonces el zarpazo minero asesta el golpe final de
quitarles lo que se les viene quitando desde hace décadas: su entorno
vital. Pero más aún, la aparición del estado en ecosistemas tan
sensibles y con la peor de las huellas que ha sabido dejar el hombre
sobre la faz de la tierra: la minería, no es garantía de que esa
administración sea transparente y beneficiosa para los bienes de toda la
nación.
El
silencio de la oposición que ha reclamado el fracaso de este modelo es
la más perfecta forma de delatar sus propósitos y sus ambiciones.
Ocultos detrás de la cosmética del silencio, la oposición espera
agazapada para asestar un golpe que no devuelva la esperanza a muchos,
sino el usufructo de unos pocos. Puestas las cosas en la dimensión de
las posibilidades que ofrece el presente, el arco minero es una
inevitabilidad histórica y una terrible tragedia a la humanidad como
idea en Venezuela y al ejercicio de la soberanía política como acto
definitivamente reivindicado por el proceso histórico inaugurado en
1999.
Si
el arco minero es inevitable, entonces la necesidad de revivir las
utopías que permitan el rescate de otras formas de vivir en la tierra e
incluso de inventarse nuevas formas de relación con el entorno no sólo
son deseables sino necesarias. La urgencia de nuevas formas de
vincularnos con la tierra hace que la utopía nos luzca como un
imperativo de sobrevivencia y no como un espacio para la holgura
política.
El
reto para la revolución bolivariana en estos momentos es, aunque
parezca paradójico, mayor revolución en los estratos más profundos del
pensamiento político, ecosocial y económico. No es sólo un asunto de
interés nacional. Se trata de poder empujar a pensar la realidad de
América Latina, depósito de grandes riquezas biológicas y minerales, más
allá de ser el futuro de un proyecto que nunca nos ha incluido en
nuestra especificidad sino en una generalidad que nos diluye como nación
para convertirnos en colonia.
Son
tiempos urgentes estos que demandan del pensamiento la mayor serenidad
para acometer la tarea nada despreciable de poder criticar los límites
de la revolución no para acabarla sino para revitalizarla desde el único
lugar posible: sus propias contradicciones. La revolución está llamada a
defender la verdad no como propiedad sino como la aspiración legítima
de todo acto que se hace en nombre de la humanidad. Asumir la
contradicción para superarla y no para ocultarla es lo que convoca este
tiempo aciago de penuria económica.
A tiempo:
Mientras más se aleja el revocatorio de las aspiraciones políticas de
una oposición aturdida, más evidente se hace que es necesario un nuevo
debate sobre el sentido histórico de la nación venezolana. Poner a la
historia como testigo para justificar el regreso de quienes desangraron
al país durante décadas, más que un acto de inocencia es la soberbia de
quien no reconoce al otro. Es, por así decirlo, un acto de barbarie
dentro de la propia civilización. ¿Podemos esperar de ellos un acto de
apertura a las civilizaciones ancestrales? El silencio es su más
elocuente respuesta.
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